Vamos a concretar a qué nos referimos cuando hablamos de soledad. Todos hemos oído decir que no es lo mismo estar solo que sentirse solo, pero ¿a qué nos referimos exactamente? Podemos sentirnos solos rodeados de gente, en medio de una fiesta, en una reunión, en una clase con 45 compañeros… Pero también podemos estar solos en casa, en medio de la montaña o del desierto y, en cambio, no sentirnos solos.
Fijaros que ya de entrada parece que sentir soledad es peor que estar solo. Incluso así, nuestra cultura nos condiciona a ser capaces de hacerlo todo por nosotros mismos; es decir, solos, sin necesitar a nadie más. A la vez nos empuja a mostrar nuestros éxitos individuales al resto, a mostrarnos individualmente triunfadores en nuestro entorno y en las redes en constante competición con los demás.
La competición por el éxito es excluyente: «si yo gano, tú no ganas», «si yo tengo más, es que tú tienes menos» …y así con todo hasta un «yo sí, tú no». La mayoría de los mensajes que recibimos se refieren a conseguir algo material que nos de fama, poder… sobre los demás.
En este artículo queremos hacer hincapié en lo que supone una soledad sana, que no aísla ni compite… En un tener éxito entendido como obtener logros a compartir o compartidos. Logros conseguidos en cooperación, juntando capacidades de unos y otros, enlazando esfuerzos y complicidades.
La necesidad de estar solos en momentos determinados forma parte de nuestro ser. Quien más, quien menos, siente la necesidad de buscar espacios de soledad para centrarse en sí mismo, apartarse del bullicio de los demás o, simplemente, hacer una pausa de las necesidades del entorno.
También conocemos a personas que huyen de estos momentos y buscan estar siempre atareados y/o acompañados por miedo a sentirse solos.
Presentamos un caso en que se evita de forma compulsiva el estar solo por miedo a sentirse solo y todo el proceso terapéutico para llegar a poder estar solo de forma saludable y sana sin miedo a sentirse solo.
El caso de Paula
Paula (nombre ficticio) tiene 39 años, vive sola y no tiene pareja. Viene a consulta empujada por sus amigas, con pareja e hijos, «para que espabile» y admitiendo que tiene miedo a quedarse sola.
Paula tiene un buen trabajo que, además, le gusta. Se siente bien con su vida y dice que le gusta hacer muchas cosas todos los días. Está apuntada a un gimnasio al que va cuatro veces por semana, le gusta salir con sus amigos e ir al teatro, cine, baile… El problema actual es que sus amigos cada vez tienen menos tiempo para compartir, casi todo tienen críos y «ya se sabe…»
Eso la ha hecho pensar en el futuro y le ha entrado un poco de miedo: «Quizá sí tenga que empezar a pensar cómo no quedarme sola, a no tener a nadie en mi vida».
Trabajo terapéutico
Creamos un espacio de confianza, sin juicio, donde ella pueda hacerse las mismas preguntas, pero en un entorno seguro y acompañada profesionalmente, sin miedos.
Empezamos explorando si ese miedo a quedarse sola está presente antes de llegar a la situación actual y vemos que sí. Según nos describe, Paula siempre ha intentado hacer muchas actividades para estar lo menos posible sola en casa. Reconoce que evita pensar sobre sí misma pues siempre encuentra cosas que podría hacer mejor, algo que la pone nerviosa y que evita sentir. Es exigente y cree que debe hacer las cosas por sí misma y lo mejor posible, pero, a la vez, necesita salir, ver a sus amigos, hacer cosas juntos…
Proponemos un trabajo de reconocimiento de las emociones y la forma de aceptarlas como parte esencial de nuestro ser en el mundo. La emoción es nuestra primera respuesta a una situación determinada y debemos escucharla. La rabia, cuando algo no sale como ella quería; la tristeza, cuando piensa que quería ser madre; el miedo a quedarse sola de mayor…
Gracias al vínculo de confianza creado, puede hablar de las emociones sin huir de ellas y así empezar a darles un espacio y tiempo para comprenderlas y aprender a gestionarlas.
Paula empieza a darse cuenta de que, a pesar de estar satisfecha con casi todo lo que hace, le gustaría poder parar y saber estar en casa sola, sin hacer nada y sin sentir soledad. Describe momentos en que se quedaría en su hogar, descansando, pero en seguida le asalta el miedo a que nadie la llame si no sale, y sus sentimientos son una mezcla de miedo y tristeza…
Poco a poco, y con trabajo de auto observación, puede ir detectando y concretando situaciones en que se reconoce «huyendo» de la soledad: busca planes para el fin de semana desde el mismo lunes, es capaz de llamar a todos sus amigos y conocidos para ver quien tiene tiempo para compartir…Como es hábil y simpática nadie se queja, los amigos lo viven como «Paula es así», sin más. Sólo su mejor amiga ha sido capaz de plantearle el hecho de que «quedarse en casa sola, sin hacer nada, también debería ser una opción».
Aprender a diferenciar lo que siento de lo que pienso: «me siento a gusto en mi vida, pero pienso que, como mis amigos, ya debería tener pareja e hijos…» Aquí vemos cómo nos influyen los prejuicios socioculturales, lo que creemos que el entorno espera de nosotros. Aprender a escucharse tanto en lo que siente como en lo que piensa con respecto a su vida y la de los demás. No entiende su miedo a estar sola teniendo tanta facilidad en no estar sola…por qué no se trata de eso.
Paula nos trae las escenas que cree importantes por escrito y, en sesión, las vamos completando con las preguntas que le hacemos, sin juzgarla. Ese mismo ejercicio se lo proponemos para hacerlo en casa: crear el hábito de revisar la situación al cabo de unos días en una situación de tranquilidad, para darse cuenta de muchos más detalles que enriquecen la escena y le ayudan a comprender su propia reacción con el fin de aceptar su manera de sentir y reaccionar ante el miedo a la soledad.
Evolución
Entrenando el reconocimiento de su miedo a la soledad, y diferenciando el sentir del pensar y hacer, Paula acepta que la situación de sus amigos la hacía cuestionarse a sí misma, a pesar de estar satisfecha con su vida, y que eso puede cambiar. Empieza a descubrir sus propias herramientas para recuperar la calma que le permite quedarse en casa, sola, y sentirse bien pensando en ella misma.
Reconoce que, en muchos momentos juzgaba los logros familiares de los demás como el único éxito valorable en su entorno y respecto a los cuales ella «fallaba». Lo que realmente valora ahora de sus amigos es la confianza que se tienen, saber que puede contar con ellos, independientemente del tiempo que puedan compartir y de si ella tiene pareja e hijos como el resto o no. La confianza de tenerlos como amigos, no de «estar» con ellos le permite no sentirse sola.
Muchos son los prejuicios que nos hacen juzgar nuestra vida en competición con unos estándares que creemos únicos y válidos, como si no hubiera otras opciones posibles. Estos prejuicios, a menudo, nos desestabilizan y nos hacen vivir con miedo: miedo a fallar en lo profesional, a no dar la talla con los amigos, la familia… Puede llevar a encerrarnos en una lucha solitaria hacia intentar «ser capaz de todo y solo». Cuando nos permitimos parar y pensar en nosotros mismos, escuchar lo que sentimos y crear un diálogo interno constructivo, encontramos que forma parte de nuestro ser necesitar a los demás. A partir de ahí podemos plantearnos confiar en ellos y compartir el esfuerzo para lo que sea. Esa es la base de una soledad sana.
M.Dolors Pallarès i Ramon es psicóloga de Integral, Cooperativa de Salut.