Zeus: padre de los dioses y niño avergonzado
Zeus fue un dios más temido que respetado, que formaba parte de una generación más compleja que los primitivos dioses arcaicos. Era justiciero pero no justo, imponía terribles castigos a quién le contrariara y se vanagloriaba de conseguir todo cuanto quería a cualquier precio. Era también un dios caprichoso, embaucador y engañoso a la hora de conseguir o robar favores amorosos.
Pero antes de convertirse en ese dios que lanzaba rayos y se imponía en todas las contiendas, ¿quién fue Zeus? Vamos a desvelar qué se esconde detrás de este déspota con los enemigos y las mujeres, adorado y temido por el fulgor de sus rayos, el mismo fulgor que ocultaba la profunda vergüenza que le acompañó siempre. Aquí nos centraremos solo en este aspecto del mito.
Texto: Carme García Gomila (Médica y psicoanalista).
Un niño llamado Zeus
Las profecías se hallan en los inicios de todo mito. Cronos estaba atemorizado por la profecía que advertía que sería destronado por uno de sus hijos. Para evitarlo, Cronos devoraba a los hijos que tenía con Rea: Hestia, Deméter, Hera, Hades y Poseidón. Rea, la madre, furiosa, decidió dar a luz a Zeus, su tercer hijo varón, en el monte Liqueo, donde según se decía ninguna criatura proyectaba su sombra, lo bañó en el rio Neda y lo entregó a Gea, la Madre Tierra quien lo llevó a Creta y lo ocultó en la cueva de Dicte. Mientras tanto, Rea envolvió una piedra con pañales y se la entregó a Cronos que la devoró pensando que era otro de sus hijos.
En Creta el pequeño Zeus fue criado por dos ninfas, las hermanas Adrastea e Ío. Se alimentaba de miel y bebía la leche de la ninfa-cabra Amaltea. Además, la cuna dorada debía estar suspendida de un árbol para que no lo encontrara Cronos: ni en el cielo, ni en la tierra, ni en el mar que era donde gobernaba su cruel padre. Alrededor de la cuna suspendida de Zeus, los Curetes golpeaban continuamente sus lanzas contra los escudos con el fin de que Cronos no oyera el llanto del bebé. Digamos pues que Zeus no tuvo una infancia adecuada a las necesidades de un niño, aunque fuera un dios. Era un niño abandonado aunque fuera para protegerlo de una madre asustada, un padre cruel, un destino de violencia; un bebé escondido en una cueva como un monstruo, suspendido de un árbol y con molestos ruidos que impedían que nadie escuchara sus necesidades de afecto, así nos cuenta la mitología el origen mísero, emocionalmente hablando, del padre de los dioses. Unas condiciones óptimas para generar fuertes sentimientos de vergüenza y culpa que le hicieron creer que no era digno de ser amado.
Y Zeus creció…
Una vez llegó a la madurez, quiso conocer su origen, conoció la profecía y la conducta filicida de Cronos y decidió vengarse. Buscó a su madre y le pidió que le nombrara copero de Cronos. Rea contribuyó de buen grado y Zeus puso un vomitivo en el vino: Cronos vomitó por orden inverso a como había devorado a todos sus hijos, empezando por la piedra envuelta en un pañal que le representaba a él. En agradecimiento, los hermanos de Zeus que habían resultado ilesos le pidieron que participara en una larga guerra contra los Titanes. Zeus recibió el rayo como arma ofensiva. Con sus hermanos y el rayo, destronó a Cronos. Se cumplió así la profecía de que Cronos sería destronado por uno de sus hijos.
Zeus fue encumbrado entre los otros dioses que lo consideraban su padre y comenzó su reinado en el Olimpo y también sus aventuras amorosas. Zeus se mostraba de pie o en un trono con sus poderosos rayos en la mano cuando quería imponer temor o respeto, pero cuando necesitaba amor, debía adoptar otras formas por miedo a ser rechazado.
El camuflaje no es un buen sistema de obtener amor
La mitología da buena cuenta de las actividades de Zeus en guerras y juicios. Estaba casado con Hera pero se encaprichaba de jóvenes y ninfas a las que solo podía seducir, cuando no violar, tomando distintas formas no humanas, como ejemplo, la lluvia dorada que preñó a Dánae, el cisne que sedujo a Leda, el buey que raptó a Europa… En el fondo el uso de estos disfraces viene de la creencia de que no podría obtener amor siendo quien era. Podemos pensar que la herida del abandono que sufrió de niño, la vulnerabilidad de un bebé no escuchado en su desamparo, el no reconocimiento por parte del otro del valor que tenía y el no sentirse amado crearon en él el sentimiento de que debía camuflar su ser auténtico para poder ser atendido amorosamente.
Esta visión tan humana del dios, no deja de ser un arquetipo humano que se proyecta en los mitos. Esta vulnerabilidad y desamparo de Zeus en Creta representa la que todos sentimos en nuestros primeros años y que nos acompaña toda la vida. A nadie nos gusta sentirnos vulnerables y solos, nos angustia que nadie se haga eco de nuestras necesidades, que no nos consuelen cuando estamos desesperados. Tanto es así, que a veces nos avergonzamos, como Zeus, de conectar con estos sentimientos, y solo podemos mostrarlos y pedir su satisfacción, camuflados en aspectos de nosotros mismos más brillantes, como la lluvia dorada, más suaves, como el cisne o más fuertes, como el toro.
Paradójicamente este deseo de amor va acompañado de una rabia ancestral que nos lleva a querer agredir a la persona amada por despertarnos estos sentimientos. Es decir, que Zeus buscaba afecto pero a su vez violentaba al objeto de amor y no tenía en cuenta las necesidades y deseos de éste. Es difícil, pero no es imposible encontrar en nuestro interior a este Zeus vulnerable y vengativo; cuesta reconocer que no nos gusta sentirnos necesitado del otro, cuesta asumir nuestra humanidad en la carencia. Y muchas veces, cuando el amor, la necesidad y el deseo del otro llaman a nuestra puerta, tememos tanto el rechazo y sentimos tal vergüenza por el abandono, que nuestra dañada autoestima nos hace detestar al objeto de amor.
Atendamos pues a nuestro niño Zeus que fue agradecido con las ninfas y las cabras que lo cuidaron, intentemos atender y entender su desamparo más allá de los ruidos de los Curetes, vigilemos tanto la rabia que sentimos contra el objeto de amor, como la vergüenza sin sentido que nos hace fingir ser quien no somos con el fin de obtener afecto. Ser amado cuando se finge no mitiga la vergüenza sino que la incrementa. Detestar al ser amado incrementa nuestro sentimiento de culpa. Tomar conciencia de estas situaciones, decrece la vergüenza y la culpa, y permite generar la auténtica autoestima para no tener que andar guerreando con nosotros mismos y poniendo en riesgo la relación con los demás.