Se conoce como efecto placebo la mejoría que se experimenta tras ingerir una imitación inocua de un medicamento real. Para comprenderlo hay que partir de la base que el sistema inmunitario no es autónomo, sino que conoce nuestras emociones, estados de ánimo, esperanzas y desesperación.
Textos: Daniel Litze y redacción.
Un caso real
Berta es asmática. Durante años ha probado un sinfín de tratamientos sin ningún resultado. Las crisis se repiten y la dejan agotada, hundida. Un día, su médico le sugiere intentar un medicamento nuevo en experimentación antes de comercializarlo. Berta acepta esperanzada. Cuando llega la crisis, toma un comprimido y… ¡milagro! La presión sobre su caja torácica desaparece rápidamente.
Berta informa del éxito a su médico, pero éste modera su optimismo: habrá que repetir la experiencia, una sola prueba no basta. Sin informar a Berta, pide un placebo al laboratorio: es una píldora de azúcar, que imita un fármaco real, pero no tiene ninguna sustancia activa. Berta toma la medicina por segunda vez, pero no sucede nada. Durante varias semanas se repite el proceso: el medicamento es un día muy eficaz, pero al siguiente no hace efecto.
Berta está desconcertada y su médico, satisfecho: el fármaco funciona de maravilla y el placebo carece de consecuencia. Redacta su informe y lo envía al laboratorio. Pero poco después recibe una carta que lo deja atónito: el laboratorio se disculpa por su error; ¡le habían enviado sólo placebos!
La fuerza del pensamiento. El efecto placebo
Esta historia real sucedió en EE.UU. hace algunos años. La relatan Marie Borrell y Ronald Mary en su libro L’envíe de guérir (El deseo de curarse), publicado por la editorial Belfond. Si ningún medicamento real hacía efecto, ¿qué aliviaba el asma de Berta? Su fe, su confianza en el médico y en el nuevo fármaco. Este conjunto de lealtades se denomina efecto placebo. Es un mecanismo misterioso, que permite a ciertas personas curarse por la ingestión de un medicamento supuesto, cuya acción sobre el organismo es estrictamente sugestiva.
«La historia de Berta revela las facetas múltiples del efecto placebo –explica Marie Borrell–. En este caso, la acción del “medicamento” varía en función de las expectativas del médico. Ella reaccionó ante un producto activo, no por las explicaciones recibidas, sino por las esperanzas del doctor, incluso desconociéndolas».
Trastornos que se curan solos
EI efecto placebo es muy conocido en el mundo médico y farmacéutico. Sirve de referencia para comprobar la eficacia de los medicamentos: un producto se considera útil cuando hace más efecto que un placebo. Esto no impide que el placebo funcione en proporciones considerables: «Cuando comenzamos nuestra investigación sobre los mecanismos de curación –explica Ronald Mary–, pensábamos que era un fenómeno marginal. Nos sorprendió saber que afecta aproximadamente a un 30% de la gente. Esto quiere decir que una de cada tres personas cree tomar un medicamento y no es así. En ciertos casos, alcanza entre un 70% y un 80% de resultados positivos. Este fenómeno demuestra que el cuerpo humano posee mecanismos. fisiológicos capaces de la autocuración. El problema es que no sabemos cómo funcionan en toda su complejidad».
El enigma es sugerente. Por una parte, cabe la tentación de pensar: «¡Perfecto! Que los médicos prescriban placebos y la curación está asegurada, sin productos químicos, efectos secundarios ni toxicidad». Pero no es tan fácil, ya que los efectos del placebo son imprevisibles.
Pruebas
En la década de 1960, un investigador llamado Wolf estudió las reacciones fisiológicas de las mujeres embarazadas que sufrían vómitos. En primer lugar, hizo tomar jarabe de ipecacuana, un conocido vomitivo, a algunas pacientes. El resultado no se hizo esperar: los vómitos siguieron, pero con una intensidad mayor. Luego les dio el mismo jarabe, y precisó que era un antídoto poderoso: curiosamente, los vómitos cesaron en seguida.
Existe otro experimento similar. A un enfermo se le prescribió un producto inhibidor de secreciones gástricas, explicándole que, al contrario, servía para activarlas. Las secreciones aumentaron. El organismo no había obedecido al efecto mecánico del medicamento, sino a lo que el enfermo esperaba de él.
El médico debe mostrar confianza
Según Marie Borrell, «hoy sabemos que la confianza y la esperanza son elementos decisivos en el resultado del efecto placebo».
Pero éste no se limita a los medicamentos desprovistos de sustancias activas: cada vez que seguimos un tratamiento –alopático, homeopático o a base de plantas–, éste provoca un efecto placebo parcial, que refuerza el efecto farmacológico. Como explica el doctor Michael Balint, «el medicamento más utilizado es el mismo médico. Lo más importante es la atmósfera en que se prescribe y toma el medicamento».
El doctor Balint es uno de los primeros investigadores que han estudiado las relaciones entre médicos y enfermos. Hoy en día muchos colegas suyos siguen su ejemplo y han empezado a desvelar la complejidad enorme de los mecanismos de curación.
El velo se levanta poco a poco, a medida que los investigadores comprenden las sutilezas del sistema inmunitario. Nuestro cuerpo posee un arsenal enorme de dispositivos imbricados unos con otros, que nos defienden contra agresiones de todo tipo: virus, microbios, bacterias, hongos, células cancerosas…
Psiconeuroinmunología
Los investigadores creyeron durante mucho tiempo que el sistema inmunitario era autónomo, que funcionaba de una manera totalmente independiente. Hoy se sabe que no es así: nuestras emociones, estados de ánimo, esperanzas y desesperación influyen poderosamente en él. Ésta es, sin duda, una clave para comprender el efecto placebo.
Para entender mejor el funcionamiento de nuestro organismo, examinemos esta máquina asombrosa. Según el Dr. Jean-Pierre Lablanchy, psiquiatra y especialista en enfermedades psicosomáticas, «el sistema inmunitario es una verdadera organización de defensa, con sus puestos de mando, sus trincheras y sus soldados. Es todo el individuo. Detecta lo que le es extraño, protege al organismo y, si es necesario, lucha contra el invasor».
Pero a veces falla el sistema: «Cuanto más complejo es un mecanismo, mayor es el nesgo de avería». Y ¡qué complejo es nuestro sistema de defensa! De hecho, los investigadores descubren cada día interacciones y sutilezas, que forman el cuerpo de una ciencia nueva: la psiconeuroinmunología.
Esta disciplina pretende descubrir las conexiones entre la mente y el sistema inmunitario. Durante 1983 un investigador norteamericano, el profesor Robert Ader (1993-2011), fue uno de los pioneros al revelar el descubrimiento de receptores sensibles a ciertos neurotransmisores segregados por el cerebro en la superficie de los glóbulos blancos de la sangre, responsables de la inmunidad. Desde entonces, numerosos equipos de investigación de diversas nacionalidades han multiplicado los hallazgos.
¡Todo influye!
Hoy sabemos que multitud de mensajeros químicos influyen en el sistema inmunitario (neurotransmisores, hormonas…). Además, los glóbulos blancos segregan sustancias que sirven para informar al cerebro sobre qué sucede en el cuerpo -por ejemplo, la interleucina-. Recordemos que cuando un agresor penetra en el organismo, se enfrenta a células defensivas (macrófagas). Estas células fagocitan al intruso y envían mensajes a los glóbulos blancos para que estén preparados en caso de necesidad. Dichos mensajes son transmitidos mediante la interleucina.
Hay sustancias que mejoran las condiciones de trabajo del sistema inmunitario: se descubrieron a raíz de investigaciones clásicas sobre el estrés con ratones. Hoy se sabe que una defensa activa o la preparación ante agresiones repetidas son maneras de evitar sus efectos devastadores.
Estudiantes angustiados
La relación existente entre nuestro comportamiento, nuestro estado de ánimo y nuestro organismo funciona en ambos sentidos, al interrelacionarse la psiconeuroinmunología y el efecto placebo. De hecho, éste último mobiliza los sistemas de defensa, apoyado en un estado mental propicio.
Un equipo de médicos neoyorkinos, los doctores Scheifer, Keller y Thornton, realizaron un experimento muy revelador: escogieron quince hombres con buena salud, cuyas esposas padecían cáncer de mama. Estos hombres se prestaron, durante tres años, a exámenes médicos regulares, en los que se comprobaban las defensas de su sistema inmunitario.
Los resultados de las pruebas fueron positivos mientras pudieron apoyar a sus mujeres en la lucha contra la enfermedad, pero cuando llegaron a las fases terminales, su sistema inmunitario se derrumbó. La tristeza se proyectó en sus cuerpos.
Durante aquella misma época, un equipo de Boston, dirigido por los doctores Jemmot y Borisenko, observó durante un año a los alumnos de una escuela de odontología. Los sometieron a pruebas periódicas y comprobaron que cuando se acercaba la fecha de los exámenes, las defensas inmunitarias de los alumnos bajaban. Este descenso era más acusado en estudiantes con una tendencia mayor a la angustia, o en aquéllos cuyos padres esperaban unos resultados académicos excelentes.
Recursos propios contra la enfermedad
Empezamos a conocer los recursos inmensos que nuestro organismo tiene para luchar eficazmente contra la enfermedad, pero estamos muy lejos de controlarlos. Mirarse todos los días al espejo y repetirse «¡Me siento bien!» no basta. Sin embargo, algunos médicos han creado terapias para ayudar a sus pacientes a curarse o, simplemente, a conservar un buen estado de salud.
El Dr. Carl Simonton fue uno de los primeros en experimentar con éxito el apoyo psicológico a enfermos de cáncer. Sus resultados positivos han incitado a otros terapeutas a explorar rutas similares. Es el caso del Dr. Riviere, creador de la Medicina de la Acción: en vez de recetar medicamentos, receta acciones, actitudes nuevas. Según él, «no somos responsables de la cara que tenemos, pero sí de la que ponemos. Siempre existe la opción entre el sufrimiento o la sonrisa».
El «doctor Placebo» sigue asombrándonos
Las terapias que pretenden movilizar nuestro potencial de curación ya son numerosas. Como escribe el profesor Jean-Paul Escande, jefe del Servicio de Dermatología del Hospital Tarnier de París, «pertrechados en las herramientas de la ciencia, es necesario que comprendamos cómo trabaja la naturaleza, para que nada (el placebo) pueda hacer mucho (la mejora o curación de la persona)».
En latín, «placebo» significa «alabaré»: es la primera palabra del salmo 114 de la Vulgata y antaño se recitaba durante la víspera de Difuntos. Con el tiempo adoptó el significado «engaño» y «adulación». A principios del siglo XIX se incorporó al vocabulario médico: designaba el medicamento que se recetaba al enfermo para complacerlo, cuando ya no se podía hacer nada más por él. Desde entonces su significado no ha cambiado apenas. Su uso, en cambio, ha evolucionado.
El efecto placebo varía en cada persona y tipo de enfermedad; también depende de la relación entre médico y enfermo. Sin embargo, existen algunas estadísticas generales: se ha observado que es efectivo en un 62% de los dolores de cabeza, un 45% de resfriados, un 58% de trastornos digestivos, un 49% de reumatismos e incluso un 24% de esclerosis en placas.
La técnica de «doble ciego»
Los placebos se usan sobre todo para la experimentación farmacológica. Los nuevos medicamentos han de demostrar su eficacia e inocuidad antes de su comercialización. Con este fin se realiza la prueba llamada de «doble ciego».
Consiste en seleccionar dos grupos de enfermos con características idénticas. A un grupo se le da el medicamento; al otro, un placebo. El médico y los enfermos no saben si el fármaco es real o falso. Durante los días siguientes, los enfermos anotan cuidadosamente los efectos que experimentan y se los comunican al médico, para que los analice. Si el grupo que ha tomado el medicamento real siente más alivio que el otro, se considera que el medicamento ha demostrado su eficacia.
Varios equipos de investigación han estudiado la incidencia de la forma y el color de un producto sobre el efecto placebo que provoca. En 1979, dos investigadores, Jacob y Nordan, presentaron a cien personas una serie de píldoras de colores diferentes: amarillo, azul, rojo y marrón. No debían ingerirlas, sino atribuirles un efecto en función de su color.
El azul fue clasificado como «depresor-tranquilizante» por más de un 60% de las personas, mientras el amarillo y el rojo se catalogaron como «estimulantes- antidepresores». Los laboratorios farmacéuticos han aprendido la lección: las vitaminas no se presentan con colores vivos por casualidad; tampoco el azar es responsable de que los somníferos tengan una presentación azulada.
En otros estudios sobre la forma de los productos se ha comprobado que las inyecciones son más eficaces que las gotas o los comprimidos; el dolor del pinchazo aumenta el efecto del producto. Cuanto más desagradable, más eficaz. Lo mismo puede decirse del gusto: cuanto más amargo, más efectivo. También intervienen factores culturales. En Francia, por ejemplo, los supositorios son muy bien aceptados y producen un efecto importante para estreñimientos, rinofaringitis… En Gran Bretaña, en cambio, no son bien aceptados por motivos morales; la vía rectal da resultados muy pobres. El efecto placebo provoca a veces reacciones negativas: náuseas, migrañas… Entonces se habla de efecto nocebo.
Defensas activas automáticas
EI sistema inmunitario se desarrolla activamente en el feto y durante los primeros años de vida. Está compuesto por tipos diferentes de células que nos protegen contra las agresiones. Cuando un intruso penetra en el organismo, se enfrenta, en primer lugar, a las células macrófagas. Si pueden, éstas lo detienen y eliminan.
Si el intruso logra atravesar esta primera línea defensiva, se encuentra con otra: la inmunidad adquirida. El proceso es entonces más complejo. En primer lugar, se identifica el cuerpo extraño y se combatirá de manera eficaz. Esta tarea la asumen los linfocitos. Localizan a los agresores, los antígenos, y segregan las sustancias apropiadas para neutralizarlos: los anticuerpos. El buen funcionamiento del sistema depende de su capacidad de identificación y de su rapidez de acción. Existen muchos tipos de linfocitos, cada cual con una función específica: los linfocitos B segregan anticuerpos; los NK eliminan las células cancerosas; los T vigilan la buena marcha de las operaciones… Cuando la enfermedad aparece, se debe a que uno de estos «soldados» no ha cumplido su misión hasta el final o a que el enemigo era más poderoso.
Más allá de la farmacología
El efecto placebo rebasa a veces el contexto farmacológico. El ejemplo más famoso se produjo durante los años sesenta: un cirujano británico, Cobb, experimentó con la técnica de «doble ciego» la eficacia real de una operación de angina de pecho. En aquella época a los enfermos que padecían esta afección cardiaca se les practicaba una ligadura en la arteria mamaria interna. sin saber fehacientemente su eficacia real. Cobb seleccionó diecisiete enfermos e hizo practicar en ocho la ligadura mencionada y en los demás una simple incisión cutánea. Seis meses más tarde, cinco enfermos de cada grupo presentaban una mejora significativa: tenían menos crisis y habían reducido considerablemente sus tratamientos farmacológicos. Además, dos de los enfermos que habían sufrido una incisión superficial habían fortalecido su resistencia a la enfermedad.
El efecto placebo es muy conocido en el mundo farmacéutico. Un producto se considera útil cuando hace más efecto que un placebo. Pero el placebo ha alcanzado, en ciertos casos, entre el 70 y 80% de resultados positivos…