Puede decirse que los bosques se administran de tres maneras diferentes, derivadas de tres formas de considerar la naturaleza. La mirada antroposófica clásica que presentamos nos invita a reflexionar sobre el papel del bosque en el momento actual.
Textos: Tom Jurriaanse, Laura Torres y Blanca Herp.
Tres actitudes hacia la naturaleza del bosque
La primera se basa en el aspecto económico: la producción y la explotación de la madera. Esta actitud, demasiado limitada, se ha combatido mucho. Se ha demostrado que las plantaciones monótonas, realizadas según el pensamiento racional y con una única especie de árboles (monocultivo), conducen a epidemias catastróficas de Insectos que pueden destruir bosques enteros.
En Nueva Zelanda, por ejemplo, pueden verse millares de hectáreas con monocultivo de Pinus radiata, conífera americana plantada por los que se han visto atraídos por el crecimiento extraordinariamente rápido de este árbol –adecuado al clima particular de aquel país– que puede talarse al cabo de pocos años.
Esta manera de pensar incita también a la explotación abusiva de las selvas vírgenes y puede conducir a los conocidos resultados catastróficos de la alteración del clima, las inundaciones durante las fuertes lluvias y la erosión del suelo.
Asustados por estos resultados, tratamos de sustituir esta actitud por otra en la que consideramos al hombre como el gran destructor de la naturaleza. Este punto de vista conduce a una segunda postura que exige que los seres humanos nos abstengamos lo más posible de intervenir en la naturaleza y a dejar que se baste a sí misma. Las asociaciones proteccionistas de la naturaleza adoptan esta idea y su opinión tiene mucho de acertado. Sin embargo, llevando el análisis hasta el final, se muestra muy limitada.
Integración del bosque
El equilibrio entre ambas actitudes y aproximaciones lo proporciona una tercera concepción, que vuelve a salir a la luz después de haber estado en boga hace unas décadas. Se trata de buscar la integración de tres conceptos del bosque: como productor de madera, como un medio para establecer un ambiente vivo sano y como un lugar de reposo para las personas.
Dicha integración es posible y puede cimentarse lógicamente. Pero para comprenderla es necesario aclarar qué se entiende por bosque y demostrar que en la idea del bosque como lugar de recreo late una premonición de la tarea humana futura hacia la naturaleza. Este será nuestro punto de partida en las observaciones de la naturaleza dejada a sí misma, pues sobre este principio se basan esencialmente los movimientos proteccionistas del medio natural.
El bosque, fuerza curativa de la tierra
Si observamos lo que ocurre en la tierra arenosa desnuda –como la encontramos aún en Holanda, en la morrena frontal nórdica totalmente degradada, donde al cabo de los siglos la lluvia se ha llevado todos los minerales solubles, incluida la cal-, comprobaremos que en los años lluviosos crece sobre la arena desnuda primero una capa verde compuesta por algas; si se suceden varios años lluviosos, se añaden los líquenes y poco tiempo después de una segunda capa enraíza el brezo. La arena consolidada de esta forma ya no puede ser barrida por el viento. Así se crean las condiciones necesarias para el crecimiento de las coníferas, cuyas semillas proceden de los bosques vecinos. Al poco tiempo se instala el abedul, compañero natural de las coníferas en este suelo. Juntos, estos dos árboles crecen bien y forman ya lo que se puede llamar «un bosque». De ello resulta un microclima mejor que si creciese sólo uno de ambos. Por encima de una extensión desnuda, la temperatura, la humedad y el viento acusan fuertes variaciones, tanto durante un día como en las diferentes épocas del año. Pero en un bosque de abedules y coníferas se compensan las fluctuaciones.
El bosque crea su propio microclima en esta especie de organismo en el que, desde luego, también hemos de tener en cuenta a los líquenes. Uno se vería tentado de pensar que la naturaleza está sana en este lugar porque el hombre no interviene. Pero sería un error. Si predominan los años lluviosos, los abedules asfixian a las coníferas, que se mustian al privárseles de la luz que necesitan.
Una combinación de especies arbóreas
Por el contrario, si se suceden años secos, mueren los abedules que estaban bien asentados en ese suelo porque necesitan mucha agua y la toman mediante un sistema de raíces poco profundas, de ahí su dependencia completa del agua superficial.
Cuando predominan los años secos y las coníferas –que se enraizan profundamente– ganan la partida (es decir, mueren los abedules) encontramos un bosque de coníferas denso y monótono. Una mezcla sana sólo puede sobrevivir con la intervención apropiada del hombre: cuando toma las medidas de saneamiento que crean un equilibrio.
¿Qué se puede conseguir con una mezcla sana de diversas especies arbóreas? Imaginémonos un umbrío bosque de coníferas con algunos abedules dispersos: el verde luminoso y el tronco blanco del abedul aportan la luz en las tinieblas.
En otoño y hasta en invierno es posible ver en tales bosques cómo las hojas amarillas de los abedules cubren el suelo y algunas quedan sujetas en las ramas. Incluso cuando el clima se muestra desapacible y lluvioso se diría que brilla el sol. En semejante bosque, la luz y las tinieblas, en su intercambio rítmico, se pueden ver y actúan como fuerzas elementales del medio. Desde el punto de vista de la biología y del clima esta mezcla es sana. El humus resultante es mejor que el simple humus del abedul o de la conífera. Tal bosque nos armoniza al encontrar ese medio, literalmente, recreativo.
Tierra arenosa
¿Qué ha ocurrido en ese proceso de recubrimiento de la tierra arenosa desnuda? La parte del suelo en la que está la capa de humus puede considerarse como el «diafragma» de la tierra, un órgano respiratorio en el cual lo que está por encima de la tierra y lo terrestre se encuentran y entremezclan. Las sales y el agua ascienden; el dióxido de carbono y la luz son inspirados.
Un suelo sano permite a los dos polos interpenetrarse en la planta. Ello se realiza al nivel del suelo (el diafragma) y se manifiesta también en la estructura de la planta. En los árboles jóvenes, las fibras exteriores de las raíces y del delgado tronco se cruzan en la unión del tronco y la raíz; las fibras de las raíces se dirigen hacia el interior del tronco y las fibras exteriores del tronco se prolongan hacia el interior de las raíces. Allí donde existe un desierto de arena, el sistema rítmico de la tierra ha desaparecido. El desierto es una herida abierta en la tierra, el sistema respiratorio está lesionado.
Fuerzas curativas
Los humanos han infligido a este sistema grandes heridas: las poblaciones, las carreteras y –en la medida en que es culpable– los desiertos que resultan de la explotación abusiva. En el ejemplo descrito –en el cual el sistema respiratorio se ha regenerado por el desarrollo natural de una capa vegetal con su humus– se puede ver actuar a las fuerzas de curación propias de la tierra. Así como una herida se cura en nuestro cuerpo, así se cura la tierra por sí misma… pero hemos de ayudar. En este punto nuestra actitud debe orientarse de forma distinta a como lo han hecho las organizaciones de protección de la naturaleza. Estos grupos parten de la idea del equilibrio natural en la naturaleza, pero hace ya mucho tiempo que no se puede abandonar la naturaleza a sí misma.
El parque natural suizo de los Grisones, que era un intento en este sentido, ha sido desde muchos puntos de vista un fracaso. Los ciervos y otros animales salvajes se multiplicaban y degeneraban porque no tenían los enemigos naturales que matasen a los débiles. El crecimiento de los árboles y de los arbustos creó en muchos lugares elevados un desierto de tristes esqueletos de árboles que se secaban sin transformarse en humus. La naturaleza necesita al hombre que puede pensar con inteligencia, es decir de manera orgánica.