Dédalo fue el arquitecto que construyó para el rey Minos de Creta el laberinto donde estaba preso el Minotauro. Este ingenioso constructor fue también quién le dio a Ariadna (ver el número 505) el hilo y el consejo para que Teseo pudiera salir del laberinto sin perderse. Por este motivo, el rey Minos, muy contrariado, castigó a Dédalo y a su hijo Ícaro a vivir presos en el laberinto. Para poder huir, Dédalo -poseedor de grandes conocimientos técnicos- construyó unas alas a partir de plumas de ave, madera, cordel y cera que había solicitado a sus carceleros. Con los cordeles unió las plumas grandes y con la cera el plumón, así podrían huir volando de su cautiverio. Antes de partir advirtió a su hijo Ícaro que no volara muy cerca del agua, pues con la humedad las plumas pesarían y no podría moverlas. Pero también le advirtió para que no volara muy alto, puesto que el calor del sol derretiría la cera y se precipitaría al vacío. El joven Ícaro al ver que podía volar quedó tan fascinado que hizo caso omiso a las advertencias de su padre y se elevó y se elevó y se elevó… hasta que el calor del sol fundió la cera y cayó al mar, donde murió.
Texto: Carme García Gomila, (médica y psicoanalista)
¿Cómo llegó Dédalo a Creta?
Años antes, Dédalo vivía muy orgulloso de sus inventos y construcciones y no soportaba la idea de tener un rival. Tenía como aprendiz a su sobrino Perdix. Era un buen alumno que daba sorprendentes muestras de ingenio (se dice que inventó la sierra y el compás). Dédalo envidiaba los progresos de su sobrino, tanto es así, que mientras estaban juntos en lo alto del templo de Atenea en la Acrópolis, lo empujó para matarlo. La diosa Atenea, favorecedora del ingenio, lo vio y de inmediato cambió el destino del joven transformándolo en un pájaro que llevara su nombre, la perdiz. Por este crimen Dédalo fue juzgado y tuvo que exiliarse en Creta, donde conocemos sus trabajos para el rey Minos y su participación en la liberación de Teseo.
Dédalo había querido asesinar a su joven sobrino precipitándolo desde la Acrópolis y tuvo que presenciar como su hijo se precipitaba al vacío al desmontarse las alas que él le había construido.
¿Qué hizo Ícaro?
Aparte de ser hijo del prestigioso arquitecto y escultor, a Ícaro lo conocemos solo por su desobediencia. Parece una paradoja del destino, pero para Dédalo se trata de un castigo mucho mayor que el exilio en Creta. Como estamos en el mundo de la mitología y sus significados psíquicos ocultos, no podemos pensar que fuera una casualidad que Ícaro, como todo joven, quisiera explorar los límites de sus posibilidades y desatendiera las advertencias de su padre hasta perder la vida. Ningún dios estuvo allí para salvar al joven e Ícaro vino a representar los peligros de querer desafiar los límites o la soberbia del ser humano.
Podríamos pensar que Ícaro representa nuestra falta de control de los impulsos, nuestra temeridad castigada, nuestra rebeldía que sin pensar nos impulsa a llevar la contraria sin calibrar las consecuencias… y son representaciones que se corresponden a este mito. Pero también representa la curiosidad innata que nos impulsa hacia arriba a querer saber más, a ver más -aunque suponga un riesgo-, a la aventura, al interés por aprender. Y todo esto basado en la fe hacia un padre capaz de proporcionar alas para volar.
Dos formas de conocimiento
Dédalo nos muestra dos formas de salir del laberinto. Por un lado, siguiendo poco a poco el hilo del ovillo como les mostró a Ariadna y Teseo, y la otra con la utilización del ingenio para alzar el vuelo. Estas dos formas vendrían a representar los esfuerzos por alcanzar el saber científico a través de la razón y la otra, la obtención del conocimiento a través de la reflexión filosófica. Son dos maneras diferentes de conocer la realidad: la ciencia a través del camino de la razón y la filosofía que busca una visión global más elevada.
Sin embargo, el sabio Dédalo no nos enseña como hacer frente a los sentimientos de envidia, ni a refrenar los impulsos destructivos y, a pesar de ser un gran constructor, quiso eliminar a Perdix al pensar solo en que pudiera hacerle sombra y no en que juntos pudieran ser más eficaces. ¿Qué conlleva más peligros? ¿La curiosidad y la rebeldía de Ícaro? ¿O la envidia de las cualidades de otro? Para Ícaro desde luego la curiosidad, para Dédalo la envidia. ¿Cuántos padres y madres envidian el despertar y los éxitos de sus hijos? Pero si vemos al mito como partes de nosotros mismos –o como un castigo de los dioses hacia Dédalo– la envidia hacia las cualidades de los demás que nos impide la colaboración con ellos es tremendamente empobrecedora. Y si además la envidia no refrenada nos lleva a destruir lo bueno que hay en el otro, nos destruye a nosotros mismos como un boomerang.
En toda la mitología griega vemos los peligros de querer saber, pero en este mito la tragedia se produce a causa de la envidia: con el exilio y con la muerte del hijo se castiga este sentimiento y sus acciones. Y es así en el ser humano: la envidia destruye la capacidad de amar, impide ser feliz y los propios actos creativos pueden, por medio de la culpa, convertirse en armas arrojadizas contra nosotros mismos.
Dédalo e Ícaro, padre e hijo, dos partes de una misma historia. Dédalo, el sabio envidioso, representa una parte oscura de nosotros y el joven Ícaro nuestra parte vital y curiosa que se ve destruida por los sentimientos y los actos envidiosos. A veces, no soportamos la belleza de nuestro Ícaro y nos empobrecemos. A veces tememos la envidia de otros y no nos atrevemos a volar. Difícil lo tenemos, pues la envidia es el sentimiento más difícil de sentir y aunque parezca imposible que un sentimiento no pueda sentirse… así es. Roguemos a todos los dioses del Olimpo que no seamos de aquellas personas realmente envidiosas, solo lo inevitable que conlleva nuestra vulnerabilidad humana.